Nuestro joven letrado era joven y entendía de letras. Casi diría que letraba constantemente, si bien de forma marginal, en las letrinas. En cierta ocasión indeterminada el joven letrado no cejaba de letrar hasta que, repentinamente, desaparecieron todas las letras. Os preguntaréis cómo fue posible tamaña barbaridad. La explicación es la que sigue.
Érase que se era un cerdo de piel sonrosada y pezuñas fofas, hocico mohoso y rabo rizado. El cerdo era un puerco, un guarro, un cochino, un marrano. Se revolcaba literalmente, a veces sólo lateralmente, pero incongruente, incoherente aunque persistentemente en la acequia del arroyo que va al río de los señoríos que desembocan en la mar a veranear. La acequia huele, el arroyo es tibio, el río rin-rin. Los peces padecen cáncer de próstata.
El tiempo pasaba y pasaba y no paraba. El cerdo se iba haciendo cada vez más grande y gordo; omnipotente, omnipresente, hasta que un día rompió el espacio y se comió el tiempo. Era una gran bola de fresa pálida en un Universo redondo y quieto. Una tarde cualquiera de ese mismo momento indeterminado que ya no era apareció el joven letrado con todas sus letras juntas y habló así al redondo e inmenso cerdo: “En verdad sois gordo y glotón, habéis asfixiado la libertad y ocupado el conocimiento”. El cerdo, gordo y glotón, redondo e inmenso, abrió su hocico mohoso y se tragó de golpe todas las letras. La gente se olvidó de hablar y de escribir y nadie pudo protestar. El cerdo, el cerdo mundo, eructó una hache muda y se rio.
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