Luego de relajar el esfínter en un belén, ajustose las espardenyas y lanzose a navegar al son de una tenora el pícaro Artur con la mirada anclada en un once de septiembre cualquiera a lomos de una inmensa pilota de carne picada y migajón de pan por el mar de garbanzos de las Españas, impregnando al cocido, puchero, potaje, rancho u olla podrida, según variaba la oceanografía de los ingredientes, del imposible sabor de la cabalgadura en forma de albóndiga, confiriendo así un hecho diferencial, cuasi ontológico, al piélago espeso por el que surcaba el bicho gastronómico. No en vano las estelas cuatribarradas de la navegación transformaban el garbanzal acuático en una escudella normalizada. Avanzaba, en efecto, dispuesto a afrontar al temible leviatán franquistón y robaperas, blandiendo el arma de la inmersión lingüística a troche y moche. Pero el anacrónico y desorientado Artur no acertaba a ver, ocluida su mirada por figurantes de sardanas y castellers, que su causa medieval no suscitaba el interés ni la simpatía de nadie ajeno a su cruzada trasnochada.
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